UN RECITAL NO HACE VERANO


Hace unos días, cierta amiga me hizo saber que dentro de poco enviaría a mi casa una invitación para leer poesía en su ciudad. Durante unos segundos me quedé en silencio. ¿Cómo decirle, en pocas palabras, que desde hace dos meses atrás había decidido no participar en recital poético alguno? ¿De qué modo hacerlo sin que ella luego me pregunte el porqué y yo me vea obligado a soltar, con ostensible desgano, argumentos e ideas que no le otorguen posibilidad alguna para que insista y descarte definitivamente mi participación? Quedamos, minutos después, en hablar mejor por teléfono. Sin embargo, debido a circunstancias diversas, hasta estos instantes no nos hemos comunicado. Y creo que es lo mejor. En todo caso no estaría escribiendo estas líneas, aprovechándome del insomnio y la quietud de la noche.

En algo más de quince años metido en este mundo de tres gatos (yo, tú y él) que es la literatura, sobrada agua ha pasado bajo mis ojos. Y no poca de ella ha provenido de los mencionados recitales.

No sé por qué, pero el primer recuerdo que acude a mi memoria es cuando en una lejana tarde de invierno vi llorar a un poeta. Tenía la barba salpicada de canas y su llanto era el de un niño humillado frente a la vista de familiares y amigos. No era para menos. Públicamente había sido menospreciado. No le habían permitido leer sus poemas, ser escuchado. ¿Y todo por qué? Pues porque el presidente de ese evento prefería darles prioridad a los integrantes de su institución así como a un grupo de jubilados latinoamericanos quienes de manera tardía habían optado escribir y publicar todo cuanto a sus mientes se les aparezca. Aparte de ello es que éstos últimos habían pagado con anticipación sus respectivas inscripciones en dólares. Así que al pasar unos minutos, junto a un compañero de estudios, terminamos abandonando aquel envilecido lugar

Pero eso no es todo. En mis ojos también se agolpan otras escenas, personajes que salen con la firme decisión de leer su poema más irreverente, lúdico, ontológico, ininteligible. Y aquellos otros, los histriónicos. Esos hiperactivos espíritus que necesitan de gestos y caretas para atraer la atención de las iridiscentes miradas de los espectadores. A todos ellos todavía los veo ansiando, con el rabillo de sus ojos, alguna respuesta de rechazo o aceptabilidad del público y luego, bajando de los proscenios como si se trataran de seres divinos e inabordables.

Con el tiempo, los asistentes a recitales poéticos han ido desapareciendo uno tras otro. Si antes, durante buena parte del siglo pasado, se tuvo el aprecio de obreros, intelectuales y estudiantes, hoy tan sólo se cuenta en las sillas de las salas a los propios poetas, algunos diletantes y un puñado de amigos. Casi las mismas caras. Por otro lado, un recital es en estos tiempos una insípida pasarela donde desfilan egos y carencias. Un evento para el bostezo. E inclusive un espacio donde se solaza el status. Porque, claro, en estos días es un presupuesto valido saber con quién compartirás la mesa. Enterarte si tu nombre va acompañado de contertulios que estén a tu altura. Caso contrario, no participas o asistes.

Después de prolongados alejamientos, el año pasado volví a estas andadas. Volví a leer en ciudades como Tarapoto, Lima, Trujillo, Cajamarca y Piura. En ese orden. Pero más allá de tener ganas de leer, lo hice (y siempre lo he hecho) con la idea de visitar a los amigos y conocer otro tanto de cada lugar. Un recurrente pretexto. Un insustancial hábito, definitivamente prescindible. Claro que sí. No hay nada más gratificante que un repentino viaje. Sin fecha de salida ni de regreso.

Así que más allá de los propios recitales el problema es netamente humano. En tal sentido, ¿para qué seguir respirando ese aire plagado de egoísmo si mientras uno se pavonea leyendo poemas, la muerte no ha dejado de incrustar su silenciosa daga en la vida de decenas de niños en el mundo?, ¿acaso es el aplauso, el reconocimiento lo único que buscamos para salir del tedio o ser felices?, ¿para qué seguir allí si la verdadera poesía está afuera, en las calles, plazas, mercados o entre la hierba de los campos? O en todo caso permanece “callada, escuchando su propia voz” (Martín Adán).

De modo que ya lo sabes mi estimada Sybila. Estos son, en términos generales, los motivos que me han llevado a denegar tu invitación. Agradezco tu gesto. La existencia de la noche. Y así no llames, dejemos que nuestras mentes, el insomnio y la poesía se mantengan en un profundo silencio.

AL OTRO LADO DE LA NAVIDAD

Una vez más diciembre ha llegado y la nostalgia lentamente se mete bajo la camisa, oprimiendo el pecho. No hay lugar donde los villancicos dejen de entremezclarse con el aire citadino. El ruido de radios y televisores se multiplican en casas, barrios, en la ciudad entera. Innumerables luces de colores que se apagan y encienden cuelgan en ventanas y árboles. El mes de la navidad ha llegado y el agónico aire de la primavera me ha lanzado una fría gota de lluvia que acaba hundiéndose en el alma.

No es que quiera ser egoísta pero diciembre debería pasar rápido o en el mejor de los casos lo primero que debo hacer a estas alturas es proveerme cuanto antes de una buena dosis de somníferos. Y pasar el mes durmiendo. Sin sentir el menor agobio.

Pero no siempre la llegada de navidad me causó este tipo de aflicción. Todo lo contrario, era una de las fechas que con más ansiedad esperaba. Y claro, fue la época en que era niño y creía que la vida era una duradera candelilla iluminada por chispitas.

Recuerdo que durante los primeros días de este mes mis primas, Elsa y Miriam comenzaban a desempolvar las cajas de cartón donde se hallaba guardado el Nacimiento: mulas, bueyes, ovejas, (y con el tiempo fueron aumentando: gallos, loros, asnos, caballos, incluyendo perros y elefantes), algunos pastores, los Reyes Magos, San José, la virgen María y, por supuesto el niño Jesús, todos ellos hechos de arcilla y envueltos en hojas de periódicos pasados. Además, estaban la estrella de Belén, el pasto artificial y los pliegos de papel pintados de verde, salpicados con otros colores. En toda la casa se apreciaba una algarabía de fiesta.

Años antes, cuando mi abuela materna, – la única que he conocido – estaba viva, los niños del barrio solían visitar las casas y cantar villancicos frente al nacimiento. Así que ella, como las otras vecinas, en señal de agradecimiento les daba caramelos, empanadas o un pedazo de panetón. Yo, cuánto había deseado ser parte de aquel grupo, especie de toribianitos arrabaleros, pero nunca me dieron permiso. Y es que no existía luz eléctrica en el barrio. Llegaba hasta la próxima cuadra de mi casa. Mi madre, la abuela y mi tía, siempre han creído que dentro de la oscuridad habita la maldad. Se imaginaban que me perderían en ella. Ni por acá pensaron que existía otra tiniebla, otro inminente peligro en alguna parte del camino: la poesía.

Y aunque Papá Noel jamás llegó por mi calle, no dejaba de esperar mi regalo, así sea el más sencillo, generalmente ropa, calzado o algún juguete. De este modo, a la hora de la cena, todos los primos (Sonia, Miriam, Toño y Diana) nos paseábamos luciendo flamante atuendo o viendo emocionados la función de un nuevo juguete.

Mi abuelo, hasta hoy acostumbra a colocar al niño en su pesebre, un niño que tiene más de treinta años, el dedito gordo del pie quebrado y un inconfundible pañal celeste. Desde hace buen tiempo es el único padrino. Pero ya no le pone dinero como anteriormente lo hacían sus antecesores. Solo le reza y acunándolo entre sus manos lo acerca hacia nuestros labios para darle un beso. Además, hace tiempo que nuestro Nacimiento se va reduciendo a unos cuantos animales y mi hermana Katy, quien es la que ahora persiste con la tradición, apenas necesita una repisa para poder armarlo. En los ojos del abuelo, a veces me veo niño y siento que vuelve a vernos correr por la casa, haciendo bulla, gritando. Pero ya Sonia y Diana están lejos. Toño bebiendo. Hernán y Matilde en alguna parte de la noche que invita al olvido. Sin embargo han nacido nuestros primeros sobrinos: Sofía, Alonso, Adriana, Diego y Santiago. La Navidad con ellos vuelve a tener sentido.

Bueno, lo último que acabo de decir es una manera de hacer liviana la nostalgia. El viento de la vida no ha cesado de arrojar polvo en mis ojos. No es este el mundo que yo me imaginé de niño. Era otro. Allí no había guerras, hambre, corrupción, latrocinio, comercio. Un mundo de pocos metros, pocas horas pero feliz.

Intentaré encontrarlo en mis sueños.