UN RECITAL NO HACE VERANO


Hace unos días, cierta amiga me hizo saber que dentro de poco enviaría a mi casa una invitación para leer poesía en su ciudad. Durante unos segundos me quedé en silencio. ¿Cómo decirle, en pocas palabras, que desde hace dos meses atrás había decidido no participar en recital poético alguno? ¿De qué modo hacerlo sin que ella luego me pregunte el porqué y yo me vea obligado a soltar, con ostensible desgano, argumentos e ideas que no le otorguen posibilidad alguna para que insista y descarte definitivamente mi participación? Quedamos, minutos después, en hablar mejor por teléfono. Sin embargo, debido a circunstancias diversas, hasta estos instantes no nos hemos comunicado. Y creo que es lo mejor. En todo caso no estaría escribiendo estas líneas, aprovechándome del insomnio y la quietud de la noche.

En algo más de quince años metido en este mundo de tres gatos (yo, tú y él) que es la literatura, sobrada agua ha pasado bajo mis ojos. Y no poca de ella ha provenido de los mencionados recitales.

No sé por qué, pero el primer recuerdo que acude a mi memoria es cuando en una lejana tarde de invierno vi llorar a un poeta. Tenía la barba salpicada de canas y su llanto era el de un niño humillado frente a la vista de familiares y amigos. No era para menos. Públicamente había sido menospreciado. No le habían permitido leer sus poemas, ser escuchado. ¿Y todo por qué? Pues porque el presidente de ese evento prefería darles prioridad a los integrantes de su institución así como a un grupo de jubilados latinoamericanos quienes de manera tardía habían optado escribir y publicar todo cuanto a sus mientes se les aparezca. Aparte de ello es que éstos últimos habían pagado con anticipación sus respectivas inscripciones en dólares. Así que al pasar unos minutos, junto a un compañero de estudios, terminamos abandonando aquel envilecido lugar

Pero eso no es todo. En mis ojos también se agolpan otras escenas, personajes que salen con la firme decisión de leer su poema más irreverente, lúdico, ontológico, ininteligible. Y aquellos otros, los histriónicos. Esos hiperactivos espíritus que necesitan de gestos y caretas para atraer la atención de las iridiscentes miradas de los espectadores. A todos ellos todavía los veo ansiando, con el rabillo de sus ojos, alguna respuesta de rechazo o aceptabilidad del público y luego, bajando de los proscenios como si se trataran de seres divinos e inabordables.

Con el tiempo, los asistentes a recitales poéticos han ido desapareciendo uno tras otro. Si antes, durante buena parte del siglo pasado, se tuvo el aprecio de obreros, intelectuales y estudiantes, hoy tan sólo se cuenta en las sillas de las salas a los propios poetas, algunos diletantes y un puñado de amigos. Casi las mismas caras. Por otro lado, un recital es en estos tiempos una insípida pasarela donde desfilan egos y carencias. Un evento para el bostezo. E inclusive un espacio donde se solaza el status. Porque, claro, en estos días es un presupuesto valido saber con quién compartirás la mesa. Enterarte si tu nombre va acompañado de contertulios que estén a tu altura. Caso contrario, no participas o asistes.

Después de prolongados alejamientos, el año pasado volví a estas andadas. Volví a leer en ciudades como Tarapoto, Lima, Trujillo, Cajamarca y Piura. En ese orden. Pero más allá de tener ganas de leer, lo hice (y siempre lo he hecho) con la idea de visitar a los amigos y conocer otro tanto de cada lugar. Un recurrente pretexto. Un insustancial hábito, definitivamente prescindible. Claro que sí. No hay nada más gratificante que un repentino viaje. Sin fecha de salida ni de regreso.

Así que más allá de los propios recitales el problema es netamente humano. En tal sentido, ¿para qué seguir respirando ese aire plagado de egoísmo si mientras uno se pavonea leyendo poemas, la muerte no ha dejado de incrustar su silenciosa daga en la vida de decenas de niños en el mundo?, ¿acaso es el aplauso, el reconocimiento lo único que buscamos para salir del tedio o ser felices?, ¿para qué seguir allí si la verdadera poesía está afuera, en las calles, plazas, mercados o entre la hierba de los campos? O en todo caso permanece “callada, escuchando su propia voz” (Martín Adán).

De modo que ya lo sabes mi estimada Sybila. Estos son, en términos generales, los motivos que me han llevado a denegar tu invitación. Agradezco tu gesto. La existencia de la noche. Y así no llames, dejemos que nuestras mentes, el insomnio y la poesía se mantengan en un profundo silencio.

AL OTRO LADO DE LA NAVIDAD

Una vez más diciembre ha llegado y la nostalgia lentamente se mete bajo la camisa, oprimiendo el pecho. No hay lugar donde los villancicos dejen de entremezclarse con el aire citadino. El ruido de radios y televisores se multiplican en casas, barrios, en la ciudad entera. Innumerables luces de colores que se apagan y encienden cuelgan en ventanas y árboles. El mes de la navidad ha llegado y el agónico aire de la primavera me ha lanzado una fría gota de lluvia que acaba hundiéndose en el alma.

No es que quiera ser egoísta pero diciembre debería pasar rápido o en el mejor de los casos lo primero que debo hacer a estas alturas es proveerme cuanto antes de una buena dosis de somníferos. Y pasar el mes durmiendo. Sin sentir el menor agobio.

Pero no siempre la llegada de navidad me causó este tipo de aflicción. Todo lo contrario, era una de las fechas que con más ansiedad esperaba. Y claro, fue la época en que era niño y creía que la vida era una duradera candelilla iluminada por chispitas.

Recuerdo que durante los primeros días de este mes mis primas, Elsa y Miriam comenzaban a desempolvar las cajas de cartón donde se hallaba guardado el Nacimiento: mulas, bueyes, ovejas, (y con el tiempo fueron aumentando: gallos, loros, asnos, caballos, incluyendo perros y elefantes), algunos pastores, los Reyes Magos, San José, la virgen María y, por supuesto el niño Jesús, todos ellos hechos de arcilla y envueltos en hojas de periódicos pasados. Además, estaban la estrella de Belén, el pasto artificial y los pliegos de papel pintados de verde, salpicados con otros colores. En toda la casa se apreciaba una algarabía de fiesta.

Años antes, cuando mi abuela materna, – la única que he conocido – estaba viva, los niños del barrio solían visitar las casas y cantar villancicos frente al nacimiento. Así que ella, como las otras vecinas, en señal de agradecimiento les daba caramelos, empanadas o un pedazo de panetón. Yo, cuánto había deseado ser parte de aquel grupo, especie de toribianitos arrabaleros, pero nunca me dieron permiso. Y es que no existía luz eléctrica en el barrio. Llegaba hasta la próxima cuadra de mi casa. Mi madre, la abuela y mi tía, siempre han creído que dentro de la oscuridad habita la maldad. Se imaginaban que me perderían en ella. Ni por acá pensaron que existía otra tiniebla, otro inminente peligro en alguna parte del camino: la poesía.

Y aunque Papá Noel jamás llegó por mi calle, no dejaba de esperar mi regalo, así sea el más sencillo, generalmente ropa, calzado o algún juguete. De este modo, a la hora de la cena, todos los primos (Sonia, Miriam, Toño y Diana) nos paseábamos luciendo flamante atuendo o viendo emocionados la función de un nuevo juguete.

Mi abuelo, hasta hoy acostumbra a colocar al niño en su pesebre, un niño que tiene más de treinta años, el dedito gordo del pie quebrado y un inconfundible pañal celeste. Desde hace buen tiempo es el único padrino. Pero ya no le pone dinero como anteriormente lo hacían sus antecesores. Solo le reza y acunándolo entre sus manos lo acerca hacia nuestros labios para darle un beso. Además, hace tiempo que nuestro Nacimiento se va reduciendo a unos cuantos animales y mi hermana Katy, quien es la que ahora persiste con la tradición, apenas necesita una repisa para poder armarlo. En los ojos del abuelo, a veces me veo niño y siento que vuelve a vernos correr por la casa, haciendo bulla, gritando. Pero ya Sonia y Diana están lejos. Toño bebiendo. Hernán y Matilde en alguna parte de la noche que invita al olvido. Sin embargo han nacido nuestros primeros sobrinos: Sofía, Alonso, Adriana, Diego y Santiago. La Navidad con ellos vuelve a tener sentido.

Bueno, lo último que acabo de decir es una manera de hacer liviana la nostalgia. El viento de la vida no ha cesado de arrojar polvo en mis ojos. No es este el mundo que yo me imaginé de niño. Era otro. Allí no había guerras, hambre, corrupción, latrocinio, comercio. Un mundo de pocos metros, pocas horas pero feliz.

Intentaré encontrarlo en mis sueños.

Valverde no es Lambayeque

No hay la menor duda, el APRA se ha convertido definitivamente en lóbrego paraje donde habitan organismos hematófagos, insaciables animales que esquilman todo cuanto hallan a su paso, dejando en su trayecto un irrespirable hedor a baba y corrupción. Y lo peor de todo es que en cada parte del país se van reproduciendo de manera inevitable. Es una plaga de la democracia.


De este modo aparece en Lambayeque el nombre del señor Manuel Gaudioso Valverde Ancajima quien dando una especie de golpe (así como en el hipódromo lo hace el caballo al que casi nadie paga por verlo llegar entre los ganadores) queda segundo en las elecciones regionales del pasado 3 de octubre y al no obtener Humberto Acuña el 30 % de los votos validos del electorado tiene ahora el chance de convertirse en el nuevo Presidente Regional de Lambayeque.


Pero no se trata de un golpe dado al azar sino a punta de maña y fraude impuesto por aquellos chacales del ardid, jauría de dizque personeros que hasta por una dádiva son capaces de otorgar su alma al mismo diablo. Y hay que tener cuidado la próxima semana, la zona donde se mueven como pirañas en el agua es en la rural (Keiko, dixit) ¿Es todo lo que el APRA ha aprendido en más de ochenta años de existencia? ¿Acaso uno de sus máximos logros, sus mayores aportes es reiterarnos, como lo dice el sabido refrán, que “más sabe el diablo por viejo que por diablo”? Sin embargo, lo importante para ellos es que lograron que Alianza para el progreso no se adjudicara con el triunfo.


Alcalde de Pitipo, distrito de la provincia de Ferreñafe, durante dos periodos, Valverde es otra muestra de lo bien que te puede tratar la política si careces de escrúpulo alguno. Mucho más si no tienes bandera y tu ambición es tan grande como tu descaro. Al parecer, es el modo, la actitud más practica de llegar a la política. Y de eso, hace tiempo se ha dado cuenta Javier Velásquez Quesquén, ex Presidente del Consejo de Ministros de la República del Perú, cacique aprista de estos predios y amigote de Manuel Gaudioso


Viendo su hoja de vida en la página Web del JNE veo que el candidato aprista tiene una experiencia laboral de seis meses, siendo director – gerente de una empresa llamada Discovery Import Sporty Services de la que con las justas aparece una información en internet: está en condición de Baja de Oficio, o sea que la SUNAT al ver que no cumplía sus obligaciones fue excluida del padrón de contribuyentes activos. Año 2002. Lo que sigue es historia conocida. Resultó elegido y re elegido por su pueblo natal.


Hasta allí, digamos, todo bien. Pero lo que si me hizo fruncir el ceño en señal de sorpresa es ver la parte de sus bienes y rentas. Tiene dos inmuebles, uno en Chiclayo y el otro en Lima, valorizados en 3 millones de soles. Además, percibe 13 mil soles mensuales producto de su actividad privada, lejos del servicio público. ¿Un gran ejemplo de ahorro y esfuerzo? ¿Cuántos lambayecanos desearían trabajar unos ocho años y tener siquiera una modesta casa, un lotecito en cualquier parte?


Ahora bien, por otro lado lo que también resulta inquietante es la campaña de su candidatura. Nada modesta. Sus avisos políticos contratados son trasmitidos hasta el hartazgo en radios y televisoras. Ni hablar de sus visitas proselitistas. En cierto modo, si su sueldo de 13 mil existe, quedará en déficit. Y de lo que está en verde pasará a un color pálido.


Así que eso de que Manuel Gaudioso Valverde Ancajima sea Lambayeque, como dice en la publicidad, no me lo creo. Lo que si en realidad es uno de los tantos apristas que con afán busca el poder y la ganancia fácil (la lista cada vez crece, sin tregua) El aprovechamiento de nuestros impuestos. Es la característica, los genes de estos apristas contemporáneos.


Y no es que sea un partidario de Alianza para el progreso. Ocurre simplemente que es una actitud anti aprista, anti mafia. Un gesto particular e ineludible.

Hace un tiempo conocí a Gilmer Fernández, un joven de 33 años que pese a su cuadriplejia no se le resquebrajaba el alma. Por el contrario, sus ganas de vivir permanecían latentes más allá de que sólo pudiera mover la cabeza y apenas los brazos.
Hace poco encontré un texto inédito referido a la visita que le hice en su pueblo natal, Pucará (Jaén, Cajamarca) y el cual ahora posteo inaugurando este blog en el que postearé solamente artículos y crónicas.
Prometí volver a visitarte Gilmer y otro junio ha pasado sin cumplir esta promesa. Y encima perdí tu número pero seguro que este año si estaré por allí.


La permanente incertidumbre de vivir


Luego de cinco horas de viaje llegamos a Pucará. Bajamos del bus junto a mi primo Kala y el sol nos abrazó con mucha calidez. Era necesario ubicarnos bajo la sombra. Por suerte el viento acudía a refrescarnos las mejillas, el cuerpo. Los cerros a lo lejos vestían trajes grises y las nubes deambulaban con cierta lentitud. Por primera vez visitábamos aquella ciudad y esperamos a que el sol se oculte detrás de algún cerro, pero esto demoraba. Teníamos sed. Cogimos la mochila y enrumbamos hacia la casa de quien era motivo de nuestro viaje.

A pocas cuadras hallamos a una simpática chica. Le preguntamos si conocía a Gilmer Pérez. Se puso a pensar y de pronto dijo: “Ah, Nandito”. No, el se llama Gilmer Pérez Fernández, repuse. “Claro, Nandito, vive allí, al lado de aquella mototaxi”. Iba a darle más detalles sobre él pero era vano. La vimos irse metida en ese vestidito de aire, ondeante y que no cesaba de esculpir sus caderas. Llegamos a la casa y preguntamos por Gilmer Pérez. “Nandito les espera a la vuelta. Hay otra entrada. Lleguen a la casa donde hay una banca, es la única que tiene una en toda la calle”, nos refirió otra chica. Entonces ya habíamos ubicado a Gilmer o, mejor dicho, a Nandito.

Serían las 5 de la tarde. Un señor lo sacó en brazos y lo hizo acostar en un sillón. Nos saludamos y él nos presentó a su tío y a David, su primo. Estaba delgado, la pierna derecha la tenía amputada y gran parte de su cuerpo no lo podía mover. “Tiene cuadriplejia”, me había dicho mi amigo Marco Flores Tucto, cirujano que hace poco lo había operado. “Y verás la fuerza que le pone a la vida pese a sus enormes dificultades. Tienes que conocerlo”, concluía diciéndome a través del celular. Con Nando hablamos del viaje y recordó esa subida al cuello, alto tramo que hay que pasar antes de descender hacia Pucará, tan conocido y temido. Al llegar a la cima y con tanta neblina a mí alrededor hasta parecía un angelito, le comenté sonriendo. Y él también sonrió. Desde que lo vimos no pudimos distinguir muestras de recelo o temor alguno. En su rostro no faltaba una sonrisa y no se cansaba de saludar a las personas que pasaban por aquella avenida, la Jaén. El movimiento de sus brazos los había recuperado mediante terapia y al momento de alzarlos era como si Dios los estuviese guiando desde arriba, siendo un gran y bondadoso marionetista.

Todo esto había empezado a partir de un inesperado accidente. A inicios del 99 Nando volvió a Pucará, su tierra. En Lima el negocio de ropa le iba mal pese haber tenido momentos exitosos. De modo que su familia logró convencerlo para que se dedicase a sembrar café. Alquiló un amplio terreno y compró un mototaxi. Y es precisamente manejando este vehiculo que sufre el accidente. Yendo a Chamaya, un camión apenas le rozó la parte trasera y lo arrojó hacia la pista junto al pasajero que llevaba, quien en realidad era el chofer de la moto sino que aquel día se sentía mal y en Cuyca se negó a seguir manejando. Así que el destino parecía estar escrito. Nando subió a conducir y al poco tiempo sucedió la tragedia. “Fue en noviembre, cuando cursaba el segundo ciclo”, nos cuenta a nosotros y a algunos de sus amigos que han llegado a visitarlo. “Y hasta recuerdo la placa del Fuso: WC 8480. En caso lo vean pásenme la voz al toque”, sonríe.

Mientras estuvo tirado en las brasas de aquella carretera siempre estuvo consciente. A pocos minutos quiso levantarse y cuando estuvo de rodillas la cabeza se le fue hacia delante y cayó de bruces. Su compañero desangraba a escasos metros. El cuerpo no volvería a responderle. La medula había sufrido una lesión fatal. Recuerda haber visto pasar tres combis cuyos chóferes lo conocían y ninguno le auxilió (uno de ellos, años después, murió en similares circunstancias, sin ser auxiliado). Sólo el cuarto chofer detuvo su marcha y le acomodó la cabeza en una posición en que pudiera respirar y le preguntó su nombre para que avisara a sus familiares.

Lo llevaron a Jaén y después a Chiclayo. Al saber que tenían que amputarle la pierna decidió mejor morir. “Pero gracias a las palabras de mi tío Jorge cambié de idea”. Se acomoda el pelo y la noche se ha tragado a los cerros y sólo es perceptible la tranquilidad de aquella pequeña ciudad. Pasados unos meses tuvieron que internarlo en Lima. “Con el dinero que han gastado en mí mejor hubieran comprado un Volvo”, dice haberles dicho a sus familiares, entre broma y broma.

Nando vive con su madre, María Fernández, con quien suele conversar entusiastamente. Ella lo animó a estudiar antes de que sufriera el accidente y aún estaba sano. “De aquí vamos a ir a la verbena, mamá”, le dice desde la penumbra. “¿Te irás en la moto o en tu silla?”, le pregunta ella, acercándose. “En mi silla”. La noche está fresca. Infinidad de insectos chillan a la distancia, entre los arbustos, la hierba. Nando puede estar sentado a lo mucho dos horas al día y sospeché que se había guardado para aquel evento: la serenata de un Aniversario más de Pucará.”No puedo estar más tiempo porque la piel de mis nalgas se ulceran y la última operación que me hicieron fue un injerto”, comenta mientras su tío y la madre lo alistan, colocándole incluso un dispositivo para que pueda miccionar sin problemas. Y pensar que hay un montón de personas que no sólo tienen todo el tiempo para estar sentados sino también parados y no han hecho absolutamente nada en la vida. “Te pongo tu colonia”, le pregunta su tío. Asiente. Y yo recuerdo lo que al día siguiente él me diría: “En realidad no sabía lo mucho que me querían si no fuera a partir del accidente”.

Nos fuimos rodando hacia la Plaza de Armas donde se realizaría la verbena. “Hola Nandito”, lo saludaban a cada paso. Él les respondía mencionándolos por su nombre. Nos detuvimos en una esquina del Parque para ver el espectáculo. Varios mototaxis estaban agolpados cerca del escenario y más de un centenar de personas pululaban en el entorno. La mayoría, jóvenes y adolescentes. Nando habló y coqueteó con una par de muchachitas. Yo fumé mi quinto cigarrillo.

Todo Pucará parecía conocerlo. ¿Y la política no te atrae? Sin duda le gustaba. Y uno de sus logros como estudiante – egresó como profesor de Primaria, siempre obteniendo el primer puesto - fue que como Secretario General del Concejo de Estudiantes del Instituto Pedagógico Pucará logró que se bajen las matriculas en un 25 %. “Hay gente que viene de las alturas donde sus padres ganan un diario de 5 a 7 soles por día y acá sus hijos tienen que pagar cuarto y comida. Es un gran sacrificio”. Aparte de ello fundó una Sede de la Fraternidad Cristiana de Personas Enfermas y con Discapacidad en su ciudad. “Puedo asumir cualquier responsabilidad, hasta ser alcalde”, nos diría al día siguiente, acostado en su cama. “Además, yo para qué quiero harta plata sino no tengo vicios. Mi estado no me lo permite. Solo sería feliz haciendo cosas buenas”.

Nando tuvo que regresar a las 11. Pero nosotros nos quedamos un poco más. Vi por primera vez quemarse un castillo, con un poco de temor pues estábamos a unos cinco metros. Son unos artistas los pirotécnicos. Y a eso de las doce empezó la fiesta. La gente sin perder tiempo salió a bailar en plena calle. Canciones desde Papillon hasta Daddy Yankee, pasando por los Enanitos Verdes o Michael Sambello. Las figuras de algunas muchachas estiraban las miradas de varios chicos. Las botellas de cerveza invadían también la calle y el calientito que distribuía gratis el alcalde era traído en botellas de gaseosa, según el tamaño de la sed. “A Nando le hubiera gustado quedarse”, nos decía su primo David. “Le gusta estar con la gente, divertirse sanamente”. Hicimos entonces un brindis por la amistad, el coraje y la inteligencia de Nando.

Lo primero que intentamos hacer al día siguiente fue hablar un rato más con él y luego partir a Chiclayo. Pero desde las 9 había ido a dar un examen. Se trataba del ingreso a una Segunda Especialidad. Cerca del mediodía, Indihira, amiga de la familia y colega de Nando nos invitó a dar un paseo por la Plaza y ver a la ciudad con la luz del sol, conocer un poco más.

Regresamos a eso de las dos de la tarde. Las calles parecían enormes saunas. La madre de Nando nos hizo pasar al cuarto de su hijo. Estaban viendo con David, el partido del Cienciano y no sé que otro equipo peruano. A los cinco minutos terminó el fútbol y empezamos a conversar. Nos contó que durante la fecha de su accidente tenía una enamorada de 16 años, 9 años menor que él, a quien amó en su tiempo y con la que estuvo hasta el 2003, pero tuvo que ser realista y le dijo que todo terminaba allí, que buscara otra persona. “Bien sabes que no me moveré de aquí, puedes venir a verme cuando quieras”, terminó diciéndole. “Ella dijo que volvería pronto y volvió, pero con un hijo”, dice al final de aquella historia, sin el menor rencor, compartiendo incluso una risa prolongada entre su primo y nosotros.

Con el apoyo de David nos muestra las constancias de sus dos diplomados que hizo en la Cantuta, el año 2005, uno en Gerencia y Calidad Educativa y el otro en Docencia Universitaria. Su cartón de Bachiller. Una revista en la que publicó un artículo y un abultado álbum de fotos en el que se le divisa aún sano. Sabe donde se hallan sus papeles, sus cosas. “Sin las personas que están a nuestro alrededor no fuéramos nada. Y tú lo sabes”, dice mirando esta silla de ruedas, mirándome a mí. Pero pese a ello sueña con dictar clases en una institución de enseñanza superior. Y tener una computadora portátil que le permita escribir y conocer más de esta tecnología. Le resultaría más cómodo escribir apenas tocando las teclas que usando aquel mecanismo de aluminio que un amigo le diseñó para coger el lapicero.

Con 15 operaciones y 18 transfusiones de sangre cree que aunque haya estado al borde de la muerte no está preparado para partir. “Una vez la vi tan cerca. Mis uñas se empezaron a moretear. Ya me iba pero los doctores me salvaron”. Y aún así ve el futuro con incertidumbre y de difícil trayecto, “la vida es lo más preciado que tenemos”. Nando sólo quiere extender el aire, asir sus sueños. Su lucha es constante. Nadie sabe lo que le sucederá mañana. Qué complicaciones podrá tener. Sin embargo persiste en ser un guerrero inquebrantable de la vida. “Ven a visitarme cuando sea. Sabes que siempre estaré acá”. La tarde se ha ido volando y nos despedimos, prometiéndole volver en junio.

Había sido una negligencia no comprar los pasajes con anticipación. A esa hora ni más tarde salían buses. De modo que en compañía de David fuimos a parar una vez más a la Plaza. Haciendo tiempo, hasta que llegué las diez y subamos a la pista para coger un bus pirata. Los días domingos son muy peculiares en Pucará. Los jóvenes acostumbran ir a dar unas vueltas por el Parque Principal a eso de las 8 y a las 10 se dirigen a cualquiera de las dos únicas discotecas que sólo abren ese día. Miriam y sus dos hermanas, primas también de David, se nos unieron. Sin embargo la hora corría de prisa. Nando llegó subido en la parte trasera del mismo mototaxi en que se accidentó y se dio un par de vueltas. A eso de las 10 y tantos lo volvimos a encontrar frente a la discoteca Reflejos, paradero ocasional de buses. Disfrutando el instante, cada minuto que le ofrecía la naturaleza y el estar en contacto con la gente. Ya en el bus, con destino a Chiclayo, sentí un poco de nostalgia y no hice más que abandonarme en el asiento, esperando volver cualquiera de estos días.